Algunas notas y los trazos de un retrato


José Luis Bobadilla
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Veamos. Lo primero que exige la pintura de Beatriz Zamora es que abramos los ojos. Pide para quien la contempla un estado de atención, de apertura. Como John Cage, quiere más un cambio de disposición mental que el uso exclusivo de la inteligencia o la intuición, lo que tampoco significa que haya que prescindir de ellos.
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Durante más de treinta años, el negro ha sido el único color dentro de la aventura de esta singular artista. Sin embargo, este hecho aparentemente simple, esta decisión rotunda, y aún más, esta restricción, ha originado un método constructivo particular. Si el negro es el único color con que se cuenta, el trabajo consistirá entonces en soluciones diversas —planas o rugosas— que consigan distribuir este color sobre la superficie. Para esto es necesario disponer, organizar, y un poco antes, recoger. Pero, ¿qué recoger? Vida, mundo. En ese orden. De la vida, las formas orgánicas que han estado en su obra desde el inicio. Del mundo, sus materiales.
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Roland Barthes, en su libro sobre la cultura japonesa, El imperio de los signos, dice de los palillos que: señalan, tocan, trasladan, se niegan a cortar, tronchar, mutilar, horadar, gestos que olvidan la violencia y procuran la armonía. Las manos de Beatriz Zamora proceden más o menos del mismo modo. No son tenedor, ni cuchillo, vestigios de la "depredación". Los elementos de sus cuadros son tratados con finura y colocados con elegancia extremas. Hay en el resultado el amor de quien cocina. Un cuadro negro es igual que una mesa servida en la cocina japonesa, es lo que prepara un rito, lo que teje un universo que ha sido salpicado de galaxias, estrellas, planetas, presumiblemente accidentales, sin centro.
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Es bastante frecuente dentro de los comentarios que se hacen de la obra de Beatriz Zamora, que se hable de ella aproximándola a la experiencia mística y religiosa. El negro, sin duda, supone un vaciamiento y ciertamente hay algo mudo y misterioso atravesando esos cuadros. Sin embargo, se olvida muchas veces la elocuente expresión de su materialidad. Si la obra es espiritual, se debe al peso grave de su cuerpo y esa espiritualidad, tiene más que ver con el amor entre los hombres y las mujeres en cualquiera de sus manifestaciones, con la amistad, que con cualquier otra cosa.
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El carbón, la obsidiana, el negro de humo, el grafito, no pierden nunca sus cualidades esenciales. Antes que otra cosa, los cuadros negros son, irremediablemente, cuadros negros, pinturas.
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La obra de Beatriz Zamora brotó sola y no. Sola porque ha sido el resultado de un depurado proceso personal fincado en el esfuerzo del conocimiento interior y la voluntad que desde ahí emana. Pero también es consecuencia y síntesis de los últimos ciento cincuenta años de la historia de la pintura. John Ruskin destacó con inteligencia que las últimas obras de Turner buscaban borrar los límites, hacer del cielo y la tierra, del sol y el mar, del día y la noche, una sola cosa, una explosión de luz, una fusión incluso con el espectador. Gracias a ello, Turner llevó la pintura hacia a la materia. Acentúo la materialidad y desplazó la figura. La representación se volcó hacia el interior. Lo mismo sucedió con algunos Goya, aunque su paleta era distinta. En una primera instancia sería más fácil vincular a Goya con la obra de Beatriz Zamora, pero para mí, Turner es su negativo, poseen la misma luz.
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Cada planteamiento, como nuestra artista llama a sus distintas búsquedas, es una serie de variantes que afina la calidad expresiva del material y en gran medida lo agota. Los cuadros son, sin dejar de ser "alineaciones experimentales", como bien podría decirlo Henri Michaux, pequeñas o grandes masas de energía circulante. Algo que está inusitadamente en esta pintura, una constante, es cierto magnetismo, cierta atracción que brota de lo sexual.
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Como bien escribió Guy Davenport, gran parte del impulso de las artes del siglo XX retomó las experiencias del arte que se consideraba primitivo. Se encontró ahí, un manantial de fuerza para oponerse al mundo que se percibía en decadencia. Las dos guerras mundiales fueron la prueba de no haberse equivocado. Lo sexual, forma parte sustancial de esos impulsos primitivos, es al mismo tiempo, siguiendo a Freud, pulsión de vida. El arte desde esta perspectiva se opone a la muerte. Para quien mira la pintura de Beatriz Zamora, la tarea es ardua y el único camino es la inocencia. Lo primero es hacer a un lado las cargas negativas que le han sido atribuidas al negro. Lo primero es no vincular el mal, ligar el miedo con ese color, sino estar dispuestos a que nos diga otras cosas.
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A pesar de pertenecer estrictamente al movimiento plástico de la segunda mitad del siglo pasado conocido en México como "La Ruptura", Beatriz Zamora es permanentemente excluida de éste. Aunque este fenómeno suele repetirse en otros casos, en otros lugares, es posible hacer algunas consideraciones. Muchas veces esto se debe a la excepcionalidad de la obra de un artista, a la falta de elementos afines con el trabajo de sus contemporáneos, como le sucedió al compositor italiano Giacinto Scelsi. Otras veces la exclusión o poca consideración de una obra, es resultado de un deseo personal de sustraerse del mundo circundante para concentrarse en el propio esfuerzo. El extraordinario pintor holandés Bram Van Velde, es un ejemplo de ello. Existe por otro lado, la incomprensión de los críticos, la envidia. El caso de Beatriz Zamora es especial pues involucra todos estos inconvenientes y quizá algunos más. La elección del negro ha impedido la buena reproducción de la obra; los formatos grandes y el peso de los materiales, han bloqueado su difusión y la proliferación de exposiciones; la producción expansiva, ha creado confusión. Y sin embargo, muchas de las observaciones que Juan García Ponce, crítico de esa generación, realizó sobre los pintores del grupo de "La Ruptura", podrían decirse también de ella. Refiriéndose al contexto específico del México de finales de la década del sesenta, el escritor yucateco exponía en su libro Nueve pintores mexicanos: La pintura [en nuestro país] se ha visto asociada durante demasiado tiempo a intereses ajenos a ella. Su estilo, incluso por el acento que sus propios creadores ponían en la necesidad de que se le juzgara así, no era admirado como un fin, una meta que encerrara ya la expresión y se bastará a sí misma, sino como un puente que la unía a otros valores, políticos y sociales. De este modo la pintura en sí, la nueva realidad ordenada y creada dentro de la apariencia que nos entrega la obra, quedaba con mucha frecuencia oculta tras una multitud de supuestos que nos alejan de ella. Según el mismo García Ponce, lo que le interesaba en aquellos artistas era su "individualidad". Entonces, si esta característica resulta cuando menos evidente en el caso de Beatriz Zamora, ¿por qué la han dejado fuera?
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El impulso creativo de la artista del negro es inagotable. Después del desalojo de su casa y su taller, no pasó demasiado tiempo en que aun limitada por el espacio y los materiales para pintar o construir lo que su obra le ha exigido, comenzara a dibujar. El registro de esos dibujos es inmenso e indescriptible. Los hay con un sólo rastro o con islas de distintos acontecimientos gráficos. Los dibujos en gran medida permiten comprender los cuadros de formatos mayores. Dan en su inmediatez, atisbos de la fuerza constructiva que también opera en la obra grande.
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Dentro del universo artístico moderno y contemporáneo, Beatriz Zamora se emparenta con Malevich, Rothko, Reinhardt, Burri, Millares, Tàpies, Soulages... Pero también con Eduardo Chillida y Richard Serra, con artistas como Kazuo Shiraga y Robert Smithson. Curiosamente crea un contrapeso a la excesiva proyectividad masculina.
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Los trazos de un retrato

El día que fui a visitar a Beatriz Zamora hacía mucho calor. Me interesé por ver sus cuadros después de mirar algunas reproducciones en la revista Poesía y poética que en ese entonces el poeta argentino Hugo Gola editaba. De aquella visita, lo que recuerdo con mayor intensidad, fue el hecho de no haberme resistido al impulso de hacerme de uno de sus cuadros. Quería conmigo, como una compañía, la rara belleza que irradiaba de esa obra original.
El edificio en el centro de la ciudad donde vivía la misteriosa artista, era una estructura muy vieja y maltratada sin elevador. Después de subir las escaleras irregulares hasta un quinto piso y cruzar un pasillo agrietado, había que atravesar una puerta blanca de madera que estaba casi oculta por una exuberante tribu de hojas galantes. Olía notablemente a comida china. Un muchacho muy joven me recibió. Usaba lentes con cristales violeta y una camisa anaranjada. Del fondo se escuchó una voz invitándonos a pasar. La voz era quebrada y lenta como la de algunas personas de provincia. El piso pintado de negro hacía resaltar las paredes blancas del departamento antiguo. Había cuadros y macetas y frascos con plantas verdísimas por todos lados. Beatriz Zamora usaba un vestido negro y su sonrisa abierta la hacía ver como una adolescente. En ese tiempo tendría alrededor de 65 años. Su cabello rizado brillaba por las puntas como un torbellino negro salpicado de estrellas.
Nos sentamos todos a la mesa. Tomamos mezcal, agua de tamarindo y comimos un caldo delicioso de fideos transparentes, papa, col y algas verdes que Beatriz Zamora había preparado. Con el tiempo he podido comprobar que sus dotes culinarias exceden siempre cualquier expectativa. Yo estaba asombrado por la generosidad de aquella mujer que vivía en condiciones relativamente precarias. Hablaba con la seguridad de la experiencia, y en sus anécdotas, incluso las más personales, siempre se colocaba en una posición humilde. Le gustaban los videos sobre el cosmos de Carl Sagan. Había muchos de ellos apilados en un rinconcito de la sala junto a la televisión. Cuando hablaba de su obra lo hacía como si se tratara de una persona que se conoce muy bien y de toda la vida. Cada vez que pronunciaba la palabra "negro", se enderezaba y la decía emocionada: El negro... ¡ah que hermoso...! no sé por qué le han atribuido todas esas cosas negativas. El 96% del universo, es negro puro...
Esa tarde terminé llevándome uno de sus cuadros, uno más grande de lo que cualquiera pudiera imaginar. Sus formas como de lodo craquelado, resina pintada pulcramente y controlada hasta en su más mínima grieta, permanentemente me hace pensar en que no debo dejar de andar el mundo, de pisar la tierra.
Tiempo después, ayudé a Beatriz Zamora con sus trámites para conseguir una beca de la Fundación Pollock-Krasner. En alguna ocasión me sorprendió muchísimo un comentario suyo que expresaba uno de sus deseos más arraigados desde que comenzó a pintar: Siempre he buscado la normalidad, la convivencia humana más simple y natural...Pero esto, me parece, no es ni ha sido así. Su ser femenino es envolvente, inocente y sutil al mismo tiempo, su mirada concentrada y honda, sus gestos y maneras totalmente impredecibles. Puede bailar como un derviche o meditar como un monje Zen. Su infancia y adolescencia transcurrieron en medios campesinos, tal vez esto contribuyó a que tuviera la mejor educación, esa que se obtiene del contacto directo entre el mundo y los sentidos: Para conocer al aguacate hay que acercarse al árbol, recorrer con las manos su corteza, sus hojas; oler la tierra a su alrededor; probar su carne, su cáscara, su hueso...
Su pintura tiene la fuerza de lo primitivo, lo originario, pero también la mayor delicadeza. Ha hecho cuadros solamente a base de inclusiones de carbón natural y piedra volcánica. Una  de sus últimos planteamientos, como llama a cada una de las líneas de trabajo de su gran proyecto personal El Negro, son cuadros de 3x1.5 mts., donde un fondo negro mate ceniciento, sirve de base a unos cuantos trazos o rayones apenas insinuados, muy en el estilo del dripping que Jackson Pollock empleó. Tengo la impresión de que estos cuadros son los más radicales, los más desnudos, los más calados de toda su impresionante propuesta pictórica.
Hace algunos años, Juan Alcántara, un buen amigo, me hizo notar con mucha precisión uno de los aspectos de la obra de Beatriz Zamora que más me ha impresionado. Su carácter industrial, fundamento de una alta sensibilidad contemporánea. La utilización de distintos elementos sintéticos son una prueba que sostiene, fuertemente, esta hipótesis. Por donde se vea, la obra es sorpresiva, salvaje, refinada, inquietante.
Lleva más de 30 años haciendo sin respiro El Negro como si se tratara de un obrero realizando un trabajo frente al ritmo periódico de una máquina, con la salvedad de que ella sólo trabaja los domingos. Es una de las estrategias del que caza, agazaparse serenamente para esperar la presa. Numera cada cuadro en una serie infinita que sobrepasa en este momento, más de 2800 cuadros.


* Las notas que aquí se presentan constituyen una selección de algunas de las impresiones y reflexiones que han surgido sobre mi relación con Beatriz Zamora y su obra desde el año 2000. Ninguna de ellas dice nada en realidad de todo eso maravilloso que me ha ocurrido dentro de este intercambio disparejo, en el que yo apenas he participado.